lunes, 24 de mayo de 2010

Cine: El cine de Bergman: las mujeres como protagonistas

i.
Proponemos realizar un breve recorrido por algunos de los personajes femeninos de las películas del director sueco Ingmar Bergman. Proponemos volver a sus películas por dos motivos fundamentales: el primero de ellos es estético: siempre es agradable volver a disfrutar del buen cine en general y, particularmente, del cine de Bergman. En este sentido, no hay razones que justifiquen la elección más que el capricho del gusto y del placer. En segundo lugar, podríamos intentar un esbozo de justificación desde el punto de vista de la producción cinematográfica y visual en general: volver a ver sus películas nos recuerda que el cine no es necesariamente un producto de entretenimiento industrial que reproduce los modelos, por ejemplo, femeninos que nuestra cultura industrial impone como impone sus mercancías. Bergman dice en algún lado que puede haber hasta una intencionalidad en aburrir al espectador: hace falta mucha independencia para mostrar que lo aburrido puede ser interesante (obviamente, el aburrimiento se trastoca en obra de arte cuando se lo afirma de esa manera).
Frente a la mujer-mercancía del espacio audiovisual contemporáneo, las mujeres que recorren esos intensas películas introducen una alto que discontinua la reproducción del modelo.


Liv Ullmann y Bibi Anderson en Persona

ii.
Vamos a centrarnos en una primera cuestión presente en gran parte de sus películas: la caída de la máscara de la mujer burguesa. Bergman realiza esta crítica apelando a una especie de dispositivo existencialista que levanta no sólo las máscaras femeninas burguesas, sino también las masculinas, las de los artistas, la del matrimonio, etc. Lo interesante es que Bergman parece tener un ojo especial para los papeles femeninos. Las mujeres son protagonistas en sus películas y esto quiere decir algo más que en sus películas hay actrices. Lo que es protagonista en sus historias es la condición femenina: las actrices encarnan no meramente roles, de los cuales está repleto el cine, sino que encarnan problemas de la mujer y, específicamente, de la mujer burguesa. Una gran variedad de mujeres pueblan sus películas, mujeres protagonistas que le dieron al cine un rostro femenino. Sin embargo, este rostro femenino sólo nos devuelve lo que el rostro y su primer plano devuelven, en el cine en general y en el de Bergman en particular, su artificialidad. El rostro femenino de su cine se disuelve; tenemos así una primera deconstrucción de lo femenino: la mujer médica, la mujer artista, la mujer esposa, la mujer enfermera, la mujer hija, etc.: a todas les llega el momento en que un primer plano-rostro las abstrae y las hunde en la nada. El cine de Bergman sería así una operación de deconstrucción por su pasión por el primer plano: toda su empresa artística tiene como fin mostrar cómo todas esas mujeres se encuentran en un rostro común, en un rostro-nada. Técnicamente el primer plano-rostro permite eminentemente realizar esta operación crítica que hunde a todos los personajes, a edades, roles sociales, profesiones, fortalezas, en esa nada que el rostro expresa. Dice Deleuze: “Por lo general, al rostro se le reconocen tres funciones: es individuante (distingue o caracteriza a cada cual), socializante (manifiesta un rol social), relacional o comunicante (asegura no sólo la comunicación entre dos personas, sino también, para una misma persona, el acuerdo interior entre su carácter y su rol)” . Ahora bien, en el primer plano, todas estas funciones del rostro se suspenden para que este individuo, que dejará de serlo, se enfrente al vacío, a la nada que queda cuando la triple función es suspendida: “Un personaje ha abandonado su oficio, ha renunciado a su rol social; ya no puede o no quiere comunicarse, se impone un mutismo casi absoluto; pierde incluso su individuación, hasta el punto de que cobra una extraña semejanza con el otro, una semejanza por defecto o por ausencia” .


Poster de Sonata Otoñal

El cine como primer plano es una empresa crítica en donde la mujer es deconstruida, desarmada, pieza por pieza, palabra por palabra, gesto por gesto. Un cine que es primer-plano-rostro-femenino es un cine que desenmascara, por medio de la humillación en Bergman, el artificio y la arbitrariedad de los roles sociales.
No es casual que Bergman tenga predilección por los personajes femeninos, ya que en toda su carrera siempre ha sabido encontrar lugar para otro tipo de minorías, como la homosexual, o como la artística, en un mundo en donde el arte ha perdido su función social desde que se desvinculó de la religión. Esta afinidad por las minorías tiene su explicación en el universo personal del director: si es la humillación unas de las formas más frecuentes de desenmascaramiento, son los débiles los que más la sufren, lo que no resisten a su envestida. En el cine de Bergman siempre hay un primer momento, antes de la caída de la máscara, antes de la emergencia de una violencia que no distingue entre los planos social-personal, en donde una carta es abierta y leída, una conversación es escuchada detrás de una puerta, una verdad develada indiscretamente. A partir de allí se desencadena la caída de las identidades reconfortantes. Pensemos en Persona, que es la película a partir de la cual Bergman comienza a explorar más hondamente este tema, luego de haber pasado por el problema del “silencio de Dios” de sus primeros films. La actriz, Elizabeth Vogler (Liv Ullmann) que decide dejar de hablar y de moverse se retira a una casa de fin de semana bajo el cuidado de la enfermera Alma (Bibi Anderson). Las dos mujeres parecen llevarse bien y tratarse amablemente. Ante el silencio de Vogler, Alma se encuentra feliz de por fin encontrar alguien que la escuche atentamente. Alma habla incontinentemente luego de beber unas copas. Toda la noche pasa y Alma le devela a la actriz secretos de su pasado por los que siente culpa y vergüenza. Al otro día, Vogler envía una carta a su marido relatándole su estadía y contándole sobre Alma: “Alma es buena [...] Me cuida, me malcría de una manera muy cariñosa [...] Creo que se encuentra muy cercana a mí, en realidad hasta un poco enamorada [...] Es extremadamente interesante estudiarla” . Alma termina por leer a escondidas la carta. Su identificación y su enamoramiento se caen abruptamente al verse en el lugar de objeto de estudio de la prestigiosa actriz. Esta objetivación desnaturaliza su máscara, su seguridad, sus certezas, su moral. La confiada e ingenua enfermera del comienzo de la película se transforma en un doble opuesto, experimentada, violenta, insegura. Entonces todo se confunde y el personaje ya no se encuentra encerrado en una máscara, sino que es algo así como un pasaje en sí mismo: la subjetividad, de esta forma, pasa a ser algo confuso y móvil (al punto de confundirse los rostros de las actrices en la célebre imagen de los dos rostros fundidos). La tensión se vuelve tan fuerte que la propia representación se quiebra cuando la película se rompe en dos. Persona nos muestra cómo dos tipos de mujer, dos roles sociales opuestos entre sí, se terminan confundiendo y volviéndose “indistinguibles” el uno del otro. El prestigio, el éxito, la independencia, la seguridad y la experiencia de la actriz se mezclan con la intrascendencia del rol de enfermera, la inseguridad, la debilidad, la dependencia, etc.


Liv Ullmann e Ingrid Bergman en Sonata Otoñal


Con este ejemplo hemos presentado cómo Bergman narra, cuando narra algo, la deconstrucción femenina. Se trata siempre de pasajes, de introducir un movimiento que atraviese a la sedentaridad de la subjetividad femenina en general: se trate de la profesional independiente y exitosa como de la esposa sumisa y anónima. El pesimismo de sus historias, no necesariamente de sus films, no se conforma con supuestos éxitos personales vinculados con los modelos burgueses de éxito. Aún para la mujer, su lucha no termina con alcanzar los éxitos de los hombres. Se trata de ir un poco más allá y mostrar cómo todas esas máscaras descansan en un fondo de violencia, en un juego de humillaciones, de poderes, que no se detienen por alcanzar ni una estabilidad emocional en el matrimonio burgués, ni por alcanzar la independencia de la profesión. Estos pasajes relativizan las nociones mismas de independencia, dependencia, fortaleza, debilidad, éxito, etc.
En Sonata Otoñal madre e hija se enfrentan en un encuentro que tendrá para cada una el sabor amargo de que nada es cierto en realidad y que todo no es más que una representación. Una anciana, pero no por eso menos magnífica y cautivante, Ingrid Bergman se reencuentra con su hija, Liv Ullmann, luego de muchos años sin verse. La madre, pianista exitosa y reconocida, no puede dejar de ser una presencia demasiado soberbia, segura e incomodante para la tímida, insegura y fracasada hija que es cuidada con ternura por su marido. Sin embargo, cuando la pelea central estalle, madre e hija prestan sus bajezas y grandezas, sus fortalezas y sus debilidades: la hija se atreverá a decirlo todo aquello que nunca se atrevió, hasta el punto de humillar a la madre y desenmascararla no sólo en tanto madre, sino en tanto artista. La madre, por su lado, sólo le reflejará su hija sus propios fracasos, sus propios temores. El problema de la paternidad o maternidad, siempre presentes en estos dramas bergmanianos, aparece en medio de esta confrontación. Eva, la hija, crece y Charlotte, la madre, se empequeñece. Dice Eva: “Una madre y una hija, qué terrible combinación de sentimientos, confusiones y destrucción. Todo es posible y todo sucede en nombre del amor y la solicitud. Los defectos de la madre serán heredados por la hija, los errores de la madre los pagará la hija, la desgracia de la madre será la desgracia de la hija; es como si nunca se hubiera cortado el cordón umbilical. La desgracia de la hija es el triunfo de la madre, las penas de la hija son la satisfacción secreta de la madre” . Algo subterráneo, violento y cruel, siempre sube a superficie cuando los rostros comienzas a desdibujarse, cuando las posiciones de poder comienzas a intercambiarse. El odio inconfesable sale por primera vez: “yo no comprendía que te odiaba porque estaba totalmente convencida de que nos amábamos y de que tú lo sabías todo. Y así, como no podía odiarte, el odio se transformó en una tremenda congoja” . Charlotte deja caer su confianza y autosuficiencia. El éxito artístico, la independencia conyugal, todo se viene abajo cuando la máscara de la maternidad, intocable e incuestionada hasta el momento, es humillada y destruida: “Siempre te he tenido miedo”, dice Charlotte . Es sorprendente que la madre temiera a la hija, cuando todo indicaba que la hija temía a una madre severa y distante.


Persona

Como dijimos, el tema tanto de la maternidad como de la paternidad están presentes en gran cantidad de sus películas. Con respecto a la maternidad, parece una obsesión el tema del hijo no querido. Alma, en Persona, le cuenta a la actriz, en esa noche de confesión y llena de vergüenza y culpa, una orgía en la que participó y por la cual quedó embarazada. Su propia imagen, la imagen que ella misma cree tener de sí, sin embargo, supone una futura maternidad querida. Pero el contraste con la actriz, que ha abandonado a su familia y a un hijo, que ha roto una fotografía del mismo, tirará por la borda todas sus seguridades. El matrimonio y la maternidad no cesan de ser cuestionados, o, más bien, no cesan de ser mostrados como instituciones que se adhieren a la vida a costa de violencia y humillación. El ser esposa y el ser madre parecen incubar un huevo, el huevo de la serpiente que todo lo devorará más tarde.
Con toda seguridad, podemos decir que las siguientes palabras de Bergman sobre su profesión valen para cualquiera: “En nuestra profesión, experimentamos a menudo que somos atractivos mientras llevamos nuestras máscaras, la gente cree que nos ama a la luz de nuestras prestaciones y representaciones. Pero si actuamos sin máscara y, peor aún, si pedimos dinero, nos convertimos en menos que nada. Yo suelo decir que cuando salimos al escenario estamos al cien por cien. Después, cuando abandonamos el escenario, quedamos reducidos a menos del treinta por ciento. Nosotros mismos nos imaginamos, y sobre todo nos lo hacemos creer mutuamente, que todavía estamos al cien por cien: ése es nuestro error fundamental. Somos víctimas de nuestra propia ilusión. Sentimos pasiones y nos casamos los unos con los otros y olvidamos que para ello nos basamos en cómo nos vemos en nuestra práctica profesional y no en cómo somos en la calle después de la caída del telón” . Trasladando la máscara teatral a la “existencial” la enseñanza es clara. En realidad, como sus propias películas lo muestran, no hay distancia entre la representación artística y la social: sólo se trata de niveles distintos de representación, pero nunca estamos exentos de ella. Charlotte, la madre de Sonata otoñal interpretada por Ingrid Bergman, le dice a la hija en medio de la pelea: “No sé si miento, o hago teatro, o digo la verdad, Eva. No lo sé. Me siento trastornada y confusa” . La salida del escenario es la deconstrucción de las identidades de la que venimos hablando. Los artistas actúan sobre el escenario y actúan en la vida; el resto sólo lo hacemos en la vida. Pero la caída de la máscara nos acecha por igual.
Esta mezcla entre los dos planos de la representación, el hecho de que no haya distancia entre uno y otro, es un tema afín a Bergman. En La Hora del Lobo, un matrimonio se recluye en una casa en una isla, lejos de la ciudad. Él, Max von Sydow, es pintor, ella, Liv Ullmann, es su esposa. El artista intenta alejarse de un escándalo con una mujer, Vogler, casualmente, en la soledad de su casa de la isla y en su esposa. Como siempre, un diario personal del pintor es leído por su esposa, inocente y sumisa. Los fantasmas representados en la tela comienzan así a salir a la luz una vez que la máscara se resquebraja. Lo que antes estaba dominado en la representación artística comienza a cobrar vida propia. El hombre cae en su propia locura, se pierde en ella. Pero la mujer, que tan alejada parecía estar de ese mundo irracional, intuye su propio destino más allá del de su rol de buena esposa; Alma, mismo nombre de la enfermera de Persona, dice a la cámara: “hay una cosa que me ha dado que pensar [...] Quiero preguntarle algo: ¿Es posible que a una mujer, después de vivir mucho tiempo con un hombre, pueda llegar a parecérsele? Quiero decir, si le ama y trata de pensar como él. Dicen que esto puede hacer cambiar a las personas. ¿Fue esta la razón de que yo empezara a ver a los demás?” . Nuevamente, la confusión de rostros: Alma comienza a ver a los personajes que poblaban el delirio de su marido. Lo que en un principio parece ser la marca de la identidad individual irremplazable, el rostro, es en realidad el comienzo de su negación, del reconocimiento de una vida anónima en la que todos los rostros se confunden.

iii.
Si volvemos a este director es porque creemos que, como nadie, le ha dado a la mujer un lugar de privilegio en el cine y porque, además, siempre es agradable y placentero revisitar sus películas. La mujer, entre otras cosas, es el vehículo para generar una crítica al modelo femenino de la clase burguesa: a la pasividad, a la debilidad, al matrimonio, al sometimiento, etc. Recorrimos, de esta manera, algunos de los personajes para analizar los tipos femeninos presentes en la obra del director sueco. En Bergman, la debilidad puede volverse fortaleza, el sometimiento, dominio, el amor, odio. Comprender a la mujer en este cine es comprender sus movimientos, sus relaciones con el hombre y con la sociedad.. Como ocurre en Persona, a los personajes los atraviesa una nada, un agujero negro que, primero, relativiza todas las clasificaciones fijas, y luego, a veces, las destruye.


Liv Ullmann en La Hora del Lobo

De esta forma, la condición femenina es la protagonista en los films del director sueco. Si pensamos brevemente en el papel que la imagen-hollywood ha dado tanto a hombres y mujeres, se hace no sólo placentero sino también necesario la vuelta a otro tipo de imagen. Revisitar el pasado del cine no sólo es un gesto estético, cinéfilo, sino también un gesto político que intenta romper con la reproducción siempre idéntica de los modelos femeninos. La imagen-hollywood se reproduce como se reproducen mercancías y, así, reproducen los modelos femeninos y masculinos. La gran máquina retórica y discursiva de este tipo de imagen consolida la reproducción de una vida alienada y clausurada en unas pocas significaciones. Bergman, por su parte, ha luchado prácticamente en toda su carrera para no entrar en esa imagen. Ha luchado tanto hasta llegar a su retiro en los comienzos de los 80 y al retirarse al teatro y al cine digital, aun a costa de perder masividad (si bien nunca fue esto su fuerte). Se reconoce un gesto político en ese continuidad por fuera de los circuitos comerciales, tal como lo hizo y hace Godard en Francia. Se reconoce un gesto político en una insistencia sobre el carácter ficcionado, sobre la dimensión de dominación, de nuestras identidades. Su cine no es político, fuertes fueron las críticas por su película Vergüenza que muestra una situación de guerra, por la época de Vietnam, sin tomar partido. Sin embargo, la política atraviesa sus películas si entendemos por “política” la producción de sentido y de subjetividad de la sociedad y de la cultura. Bergman, con todos sus hermosos rostros, se encargó en el cine de desmontar esas construcciones y llegar a una conclusión dionisíaca. Fiel al arte como mentira , crítico de la representación, se encargó de demostrar que todas las máscaras son una en realidad, expresión de una misma vida anónima, que no admite jerarquías ni privilegios. Bergman, como a él mismo le gustaba llamarse, fue un mago, un ilusionista, que nos propone ilusiones para dejar de creer en nuestras propias máscaras.

Bibliografía:

BERGMAN, Imágenes, Barcelona, Tusquets, 1992
BERGMAN,. Persona. Shame, New York, Marion Boyars Publishers, 1994
BERGMAN, Sonata de Otoño. La carcoma. Gritos y susurros. La hora del lobo. La pasión de Ana, Barcelona, Bruguera, 1980.
DELEUZE, La imagen-movimiento. I, Barcelona, Paidós, 1994.
LIVINGSTON, Ingmar Bergman and the Rituals of Art, London, Cornell University Press, 1982


Referencias:
1.DELEUZE, La imagen-movimiento. I, Barcelona, Paidós, 1994. P. 146-147
2.DELEUZE, La imagen-movimiento. I, Barcelona, Paidós, 1994. P. 147
3.BERGMAN,. Persona. Shame, New York, Marion Boyars Publishers, 1994. P. 64
4.BERGMAN, Sonata de Otoño. La carcoma. Gritos y susurros. La hora del lobo. La pasión de Ana, Barcelona, Bruguera, 1980. P. 240
5.BERGMAN, Sonata de Otoño. La carcoma. Gritos y susurros. La hora del lobo. La pasión de Ana, Barcelona, Bruguera, 1980. P. 237
6.BERGMAN, Sonata de Otoño. La carcoma. Gritos y susurros. La hora del lobo. La pasión de Ana, Barcelona, Bruguera, 1980. P. 243
7.BERGMAN, Imágenes, Barcelona, Tusquets, 1992. P. 145
8.BERGMAN, Sonata de Otoño. La carcoma. Gritos y susurros. La hora del lobo. La pasión de Ana, Barcelona, Bruguera, 1980. P. 244
9.BERGMAN, Sonata de Otoño. La carcoma. Gritos y susurros. La hora del lobo. La pasión de Ana, Barcelona, Bruguera, 1980. P. 150
10.Ver: LIVINGSTON, Ingmar Bergman and the Rituals of Art, London, Cornell University Press, 1982

Literatura: J. G. Ballard: la sociedad burguesa entre la utopía y el apocalipsis

"Extraña modernidad esta que avanza hacia atrás, el atardecer del siglo XX tiene más semejanzas con sus brutales centurias antecesoras que con el plácido y racional futuro de algunas novelas de ciencia-ficción"
Subcomandante Marcos. 7 piezas sueltas del rompecabezas mundial

I. Introducción: la ciencia ficción y el capitalismo
La literatura de Ballard se compone de un extraño paisaje producido por una mezcla de utopía y de apocalipsis. El capitalismo asociado al desarrollo tecnológico ha logrado la fusión originaria de estos dos conceptos aparentemente contradictorios, tal vez mostrando que detrás de la utopía capitalista sólo se esconde el apocalipsis de nuestra humanidad. Esta originalidad se debe a la propia originalidad de la literatura de Ballard frente a la ciencia ficción tradicional que, incansablemente, nos ha propuesto utopías tecnológicas en donde el desarrollo de la humanidad se ve ampliamente superado.




Dice Ballard en el “Prólogo” de Crash, “Nuestros conceptos de presente, pasado y futuro necesitan ser revisados, cada vez más. Así como el pasado mismo –en un plano social y psicológico– fue una víctima de Hiroshima y la era nuclear, así a su vez el futuro está dejando de existir, devorado por un presente insaciable. Hemos anexado el mañana al hoy, lo hemos reducido a una mera alternativa entre otras cosas que nos ofrecen ahora. Las opciones proliferan a nuestro alrededor. Vivimos en un mundo casi infantil donde todo deseo, cualquier posibilidad, trátese de estilos de vida, viajes, identidades sexuales, puede ser satisfecho en seguida. / Añadiré que a mi criterio el equilibrio entre realidad y ficción cambió radicalmente en la década del setenta, y los papeles se están invirtiendo. Vivimos en un mundo gobernado por ficciones de toda índole: la producción en masa, la publicidad, la política conducida por una rama de la publicidad, la traducción instantánea de la ciencia y la tecnología en imaginería popular, la confusión y confrontación de identidades en el dominio de los bienes de consumo, la anulación anticipada, en la pantalla de TV, de toda reacción personal a alguna experiencia. Vivimos dentro de una enorme novela. Cada vez es menos necesario que el escritor invente un contenido ficticio. La tarea del escritor es inventar la realidad” (BALLARD, 1979 (b): 11-12). Dentro de esta parálisis histórica, producida por una producción del deseo sujeta al incansable retorno de la mercancía, la ciencia ficción “inventa realidad” porque pone en evidencia el substrato material sobre el cual descansa esta utopía/apocalipsis capitalista. Que la ciencia ficción invente realidad es sólo una aparente contradicción, apenas un juego de palabras en la medida en que la invención sólo puede ser percibida como una ficción para el ideologizado sentido común que no puede tomar distancia de su propio medio de existencia. Leemos en Noches de cocaína: “Lo irreal prosperaba por todas partes, un imán para incautos” (BALLARD, 1997: 17). Lo irreal llena el mundo, buscando una utopía que, en los balnearios de esta novela, se describe así: “la arquitectura blanca que borraba la memoria; el ocio obligatorio que focilizaba el sistema nervioso [...]; la aparente ausencia de cualquier estructura social: la intemporalidad de un mundo más allá del aburrimiento, sin pasado ni futuro y con un presente cada vez más reducido” (BALLARD, 1997: 36). Pero esta utopía coincide con el apocalipsis, se confunde con él. Cuenta Ballard en su libro autobiográfico La bondad de las mujeres sobre el campo de concentración: “nadie sabía cuándo acabaría la guerra [...] y los internos trataban de hacer frente a la interminable espera a base de borrar el tiempo” (BALLARD, 1993: 37).
La utopía se confunde con el apocalipsis en la producción incesante de mercancías. A su vez, esta producción de mercancías continúa un aparente ritmo incesante de la tecnología. La tecnología vuelta mercancía traería a las sociedades industriales un nivel de confort y placer que haría que el sufrimiento humano desapareciera de una buena vez. Si científicamente el liberalismo clásico se jugó al optimismo natural de la economía, literariamente, la ciencia ficción ideó el futuro de dicho desarrollo. La ciencia ficción de los siglos XVIII y XIX, como Jonathan Swift, Lord Lytton o Samuel Butler, dieron el punta pié inicial, pero es la del siglo XX, una vez que el desarrollo tecnológico despegó de la misma forma en que lo hicieron las contradicciones sociales, la que ideó las utopías tecnológicas sin cuestionar las bases impensadas de nuestra sociedad. A pesar de Ballard, que niega su influencia, Wells fue el primero que puso en duda dicho optimismo con su “escepticismo metafísico y herético” (WELLS, 2000: 24). Pero al margen de Wells, la imagen pareció acompañar la utopía de la alianza entre el capitalismo y la tecnología.


II. El paisaje de la utopía y del apocalipsis.
Los paisajes de Ballard. Territorios desbastados, confines, ciudades abandonadas, naciones perecidas, geografías secas, sumergidas, oscuras. Edificios supermodernos y autosuficientes, balnearios exclusivos, ocio improductivo, abundancia de mercancías. El paisaje definido por Ballard en sus novelas y cuentos varía entre la pobreza y la abundancia, entre la vitalidad y la muerte, entre el ocio y el trabajo, entre la sofisticación y el primitivismo. Entre la sequía (BALLARD, 1979) y la inundación (BALLARD, 1988). Un mundo en ruinas, repleto de objetos-fóciles que representan el esplendor de la sociedad de consumo quebrándose y dejando entrever un interior violento, caótico y desbordante. Esta doble caracterización del espacio literario en donde sus historias son narradas, es el producto de la alianza entre el capitalismo y la tecnología. Este paisaje ambiguo es, para Ballard, el paisaje del presente reducido que se ha tragado al pasado y al futuro. Por eso, las novelas de Ballard tienen su fundamento, para decirlo filosóficamente, en las condiciones materiales de existencia de nuestra sociedad actual. Lo que hace que, aún cuando se trate de un pasado, como en El Imperio del Sol, o de un futuro, como en Hola América, nunca haga otra cosa que hablar de nuestro presente, es decir, de la sociedad instituída por la alianza entre el capitalismo y la tecnología. Así se describe esta alianza, y sus consecuencias, en El Rascacielos: “El edificio de apartamentos estaba creando un nuevo tipo social, una personalidad fría y cerebral impermeable a las presiones psicológicas de la vida en un rascacielos [...] Por primera vez eliminaba la necesidad de reprimir cualquier tipo de conducta extravagante, y les permitía dedicarse a investigar los impulsos más anómalos y perversos [...] En muchos sentidos, el edificio de apartamentos era un modelo de todo lo que la tecnología había desarrollado, haciendo posible de este modo la expresión de una psicopatología auténticamente «libre»” (BALLARD, 1983: 49-50).




El afuera de esta sociedad, el futuro de esta sociedad, apenas si es nombrado en su literatura. Y, cuando lo hace, como en “La ciudad última”, sólo queda en un segundo plano para caracterizar mejor al presente del cual todavía no salimos. En esa novela corta, describiendo la última de las ciudades de la era tecnológica, ahora abandonadas, dice el narrador: “Por todas partes había tiendas de electrodomésticos, muebles, ropas y baterías de cocina, una superabundancia de mercancías que Halloway nunca había previsto. En Ciudad Jardín había pocas tiendas: todo lo que uno necesitaba, ya fuera una nueva cocina alimentada por energía solar o una bicicleta de alta velocidad, se le encargaba directamente al artesano que lo diseñaba y fabricaba exactamente según las necesidades de la clientela” (BALLARD, 1994: 19). Si el futuro imaginado por Ballard apenas aparece descrito, sólo se debe a que funciona como un contraste elemental de la característica de nuestra sociedad: la producción incesante de mercancías.
Ballard profundiza este análisis de los supuestos impensados de la sociedad en sus novelas urbanas La isla de cemento, Rascacielos, Crash y Noches de cocaína. El enorme edificio de Rascacielos, símbolo urbano de ese pico de nuestra “civilización”, se quiebra y deja ascender los instintos más destructivos de la humanidad negados en la clásica visión optimista. Instalado en una verdadera utopía, es decir, en un no-lugar, el rascacielos, con “cuarenta pisos y mil apartamentos, supermercado y piscinas, banco y escuela –todo virtualmente abandonado en el cielo” era un lugar de “oportunidades más que suficientes para la violencia y la confrontación” (BALLARD, 1983: 9). La utopía da un paso más y se convierte en el apocalipsis. La utopía se confunde con el apocalispsis porque no hay distancia que los separe, el fracaso de la utopía es su propia naturaleza. En Hola América, novela situada en un futuro en donde Estados Unidos se derrumbó dejando atrás un desierto semi-vacío, el protagonista, visitante de Europa, escribe en su diario: “Intenté explicarle mis propios sueños acerca de un renacimiento de los Estados Unidos, pero él piensa obviamente que soy muy poco práctico, obsesionado por las marcas registradas y una cantidad de ilusiones infantiles acerca del crecimiento ilimitado. Según él fue el exceso de fantasía lo que mató a los viejos Estados Unidos, toda esa cosa de Mickey y Marilyn, la tecnología más asombrosa dedicada a trivialidades como cámaras instantáneas y espectáculos espaciales que no tenían que haber salido de los libros de ciencia ficción” (BALLARD, 1986: 165). De esta forma, el apocalipsis es la continuación natural para una sociedad dedicada a un consumo y una producción ilimitada de mercancías siempre nuevas. La propia vida de la sociedad de consumo, dedicada a la destrucción de la propia producción y de los recursos naturales, es la utopía y el apocalipsis. No hay distancia entre un estado y otro. Dice el narrador de Rascacielos: “Ahora que todo había vuelto a la normalidad, le sorprendía que no hubiera habido un comienzo, una línea que ellos hubieran atravesado entrando en una dimensión indudablemente más siniestra” (BALLARD, 1983: 9). Sin saber cómo, todo el edificio entrará en una guerra suicida entre los propietarios que hará que ese símbolo del desarrollo tecnológico y del confort se vuelva una pesadilla, un viaje por los impulsos más agresivos de hombres y mujeres.
De esta forma imperceptible se produce la transformación psicópata de la subjetividad burguesa, mediante lo que el protagonista de El mundo sumergido llama la “zona de tránsito” (BALLARD, 1988: 43). La forma en que se manifiesta la transformación, la apertura de esa grieta abierta en medio de la utopía, es la fiebre que sobreviene como pérdida del yo ante el derrumbe del orden burgués, y que, por ejemplo en La isla de cemento, transforma la percepción espacio temporal (BALLARD, 1984). El tránsito de la utopía al apocalipsis suele ser un tránsito producido por una alteración psicofísica, ya sea una infección, un ácido o el hambre. Una fiebre extrañadora se apodera de todos los personajes y permite la liberación de la agresividad. Si todo se vuelve caótico es porque el orden de la sociedad se ha quebrado por algún lado, y lo que discurre por esa grieta es una fiebre que transmuta todas las cosas en violencia. El viaje hacia la fuente del río en El día de la creación se transforma en un viaje, a la manera de Conrad, hacia las profundidades de la subjetividad en donde el orden ya no se impone al caos: “Desenredé sus dedos de mi mano. Su fiebre había cedido, pero yo me sentía incapaz de hacer algo por él, porque había dejado de pensar y de obrar como un médico. Durante el viaje en el Salammbo [el barco] habíamos entrado en un reino donde la enfermedad y la obsesión habían dejado de ser los opuestos de la salud y la enfermedad” (BALLARD, 1990 (b): 232). Del vacío del ocio improductivo a la agresividad a-moral. Igual de imperceptiblemente, la agresividad se adueña de la subjetividad burguesa inactiva y vacía.




III. Psicosis y mercancía
La psicosis destructiva y violenta tiene su ser social o político en el consumo de la mercancía. La sociedad entera existe sólo para producir lo que ha de ser consumido, destruido, envolviendo en esta lógica, como había visto Marx, a las propias relaciones humanas. Los acontecimientos históricos por excelencia son las guerras, que, según El Imperio del Sol, “siempre renovaban el vigor de Shangai, aceleraban el pulso de las calles congestionadas, incluso los cadáveres de las alcantarillas parecían más vivos” (BALLARD, 1985: 55). En Ballard siempre existe ese vínculo macabro entre vida y la violencia: es la violencia lo que imprime vida a esta sociedad. La utopía económica y el apocalipsis psicópata, conducción bicéfala de nuestra sociedad, representada en Hola América por el líder de los habitantes naturales llamado, indistintamente, Charles Manson o Howard Hughes: el psicópata y el economista.
De la utopía al apocalipsis. En Noches de cocaína, el pasaje va del ocio al delito: “nos aguardan sociedades del ocio [...] ¿cómo se estimula a la gente, cómo se le da una cierta sensación de comunidad? [...] Sólo queda una cosa capaz de estimular a la gente: amenazarla y obligarla a actuar” (BALLARD, 1997: 206). Violaciones, incendios, robos, hurtos, asesinatos, y todas las conductas «anómalas y perversas» que queramos imaginar, son el motor que pone en marcha la vida de nuestra sociedad, es decir, que pone en marcha el consumo desenfrenado, el eterno retorno de la mercancía. Se trata de una liberación tanto moral como económica, de un flujo continuo de deseos, impulsos, y producción capitalista. Dice el protagonista de Noches de cocaína: “Las drogas, la prostitución, el juego... todos medios para un mismo fin [...] Una comunidad viva” (BALLARD, 1997: 322). La psicosis acompaña la continua y desenfrenada producción de mercancías. De allí que la subjetividad transformada sea un nuevo tipo social: el fundamento del deseo hay que buscarlo, antes que en la interioridad del sujeto, en la exterioridad de un paisaje fascinado con la tecnología y la muerte. De esta forma, la propia sexualidad de esta nueva subjetividad se encuentra desplegada sobre el cuerpo social, insaciable frente a las infinitas posibilidades que la sociedad ofrece. Dice el narrador de Crash sobre su mujer: “nunca estaría satisfecha hasta que se hubiesen llevado a cabo en el mundo todas las cópulas concebibles” (BALLARD, 1979 (b): 126-127), y el personaje de Compañía de sueños ilimitada decide “asustar al pueblo tranquilo” con su propio sexo, montarse “al pueblo mismo” (BALLARD, 1990 (a): 146). La propia energía del hombre, en este caso sexual, fluye como la energía inagotable de las máquinas y del mundo tecnológico. De la misma manera en que el avance científico no ha respetado las vidas humanas, y ha crecido a expensan de ellas, la propia agresividad y los instintos no respetan ningún obstáculo. El deseo, como marcaron Deleuze y Guattari en su libro el Anti-Edipo, es de naturaleza social. Las máquinas poseen una “arrolladora energía” (BALLARD, 1994: 17), lo que le hace admitir al protagonista de Crash, su “obsesión con las posibilidades sexuales de todo lo que me rodea” (BALLARD, 1979 (b): 39). La misma obsesión por el crecimiento perpetuo de la plusvalía, ese flujo abstracto, que persigue el protagonista de “La ciudad última”: “Aquí la vida depende mucho del tiempo: las horas de trabajo, los sueldos, etcétera, todo se mide con el reloj. Se me ocurrió que si alargáramos la hora, sin que nadie se enterara, por supuesto, podríamos hacer que la gente trabajase por los mismos sueldos. Si yo ordenara que se me entregasen todos los relojes para, digamos, un examen gratuito, ¿podríamos ajustarlos y hacerlos andar un poco más despacio? [...] Si variáramos la duración de la hora, retardando o acelerando los relojes, tendríamos en nuestras manos un potente regulador económico” (BALLARD, 1994: 85). Psicosis y mercancía. El capitalista psicópata y el psicópata capitalista. Utopía y apocalipsis.



IV. Conclusión: ¿qué utopía y qué apocalipsis?
Cuando la sociedad burguesa deja entrever lo que esconde, una “caja de Pandora de mil tapas” (BALLARD, 1983: 49) se abre liberando a la propia subjetividad burguesa de todas las trabas o represiones que la moral le impone. Pero antes que ser una profecía sobre lo que puede ocurrir, es una descripción sobre las bases impensadas de nuestra sociedad. Es la misma lógica capitalista, asociada al desarrollo tecnológico, la que permite y produce un deseo agresivo, violento y amoral.
Esto está claro en Ballard: nada más lejos que una visión moralista sobre el deseo burgués o sobre el desarrollo de la tecnología. Antes que moral, deberíamos pensar que la denuncia es política. Y la realidad que esta ciencia ficción se propone inventar está centrada en el motor mismo de nuestra sociedad: es el impulso autodestructivo y suicida de una lógica psicópata y consumista que instituye una sociedad y un deseo suicidas. La utopía capitalista, siempre alcanzada y siempre renovada repetitivamente, es su propio apocalipsis.

Bibliografía.

BALLARD, James. 1988. El mundo sumergido. Barcelona: Minotauro.
BALLARD, James. 1979 (a). La sequía. Barcelona: Minotauro. 1° Reimpresión, 1984
BALLARD, James. 1979 (b). Crash. Barcelona: Minotauro. 3° Edición, 1996.
BALLARD, James. 1983. Rascacielos. Barcelona: Minotauro.
BALLARD, James. 1994. Aparato de vuelo rasante. Barcelona: Minotauro..
BALLARD, James. 1990(a). Compañía de sueños ilimitada. Barcelona: Minotauro.
BALLARD, James. 1986. Hola América. Barcelona: Minotauro.
BALLARD, James. 1984. La isla de cemento. Barcelona: Minotauro.
BALLARD, James. 1985. El Imperio del Sol. Buenos Aires: Monotauro. 2° Edición, 1988.
BALLARD, James. 1990 (b). El día de la creación. Buenos Aires: Minotauro.
BALLARD, James. 1993. La bondad de las mujeres. Barcelona: Emecé.
BALLARD, James. 1997. Noches de cocaína. Barcelona: Minotauro.
WELLS, Herbert. 2000. Una utopía moderna. Barcelona: Océano

domingo, 2 de mayo de 2010

Cine, Filosofía, Literatura: Deleuze y los senderos que se bifurcan

Introducción.
En el siguiente trabajo nos proponemos realizar un breve análisis de algunos conceptos de Deleuze a la luz de la influencia occamista para abordar, por otra parte, algunos cuentos de Borges. Trataremos de pensar las coincidencias entre Deleuze y Borges, sus resonancias, y leeremos deleuzianamente a Borges y borgeanamente a Deleuze.
Esto nos pone en la senda del nominalismo. Partiendo de la arbitrariedad del lenguaje, y de su infinita capacidad para producir sentido, es su propia naturaleza la que nos enfrenta con el problema de las series (discursivas). Las series con encadenamientos discursivos que guarden internamente una relación de homología y analogía, que guardan un mismo código. Por ejemplo, podemos pensar en la serie “crímenes” y en la serie “nombre de Dios” de La muerte y la brújula, o en la serie “Don Quijote” y la nueva serie “Don Quijote de Pierre Menard” en Pierre Menard, autor del Quijote.
El concepto de serie, que proviene del estructuralismo, nos permite pensar en la legalidad y racionalidad del universo, de una cultura, de un sistema cualquiera. Este concepto es el que nos permite comprender temas de la obra borgeana como el de la traición y el de la traducción.
Por ejemplo, existe una serie edípica, mítica, la del propio Edipo y otra serie repetida una y otra ves en cada uno de nosotros según Freud. Por ejemplo, en El hombre de las ratas, tenemos una serie paterna, con la historia del padre, sus amoríos de juventud, su carrera militar, sus apuestas y juegos, y otra serie, la del hijo, compuesta de su carrera militar, sus propios amores, sus vínculos con los generales que torturan, etc.
Tenemos la serie Droctulft y la serie de la cautiva inglesa (que a su vez se puede desdoblar entre la propia cautiva y la abuela de Borges), en el cuento Historia del guerrero y la cautiva. Droctulft fue un bárbaro que murió defendiendo Roma, y la cautiva una inglesa que terminó viviendo como indígena entre en Argentina. Las series resuenan entre sí, sin develar inmediatamente por qué. El narrador dice: “Cuando leí en el libro de Croce la historia del guerrero, ésta me conmovió de manera insólita y tuve la impresión de recuperar, bajo forma diversa, algo que había sido mío”. Algo entre las historias resuena; decimos incluso: “esto me suena” (como en la magnífica y divertida película de Resnais Conozco la canción).
El cine tiene grandes constructores de series. Resnais, en Conozco la canción nos propone un juego musical en donde la serie del pasado vuelve al presente, retorna, en forma de canción. La historia está construida de tal manera que, en función de las vivencias de los personajes, o de las propias situaciones, se dispara un recuerdo auditivo, se trae un momento del pasado identificado con una canción cantada por algún intérprete famoso. Toda la obra de Resnais está construido siguiendo el principio de la serie: Hiroshima mon amour, Hace un año en Marienbad, Muriel, etc.
Pero el director que mejor maneja esta construcción serial es sin dudas Atom Egoyan En Ararat: la serie del caso histórico del genocidio armenio, la serie del caso de la filmación de la película sobre el genocidio, el caso de las historias de los actores y productores que están haciendo la película, etc. En Exótica: la serie del pasado entre el protagonista y la muerte de su hija, la serie actual del protagonista y la streapper vestida de colegiala, etc. Tomémonos un momento para analizar con mayor detalle Un dulce porvenir. Por un lado tenemos la serie definida por: accidente-pérdida de los hijos-padres en duelo-sufrimiento, por el otro tenemos a: abogado-hija drogadicta fugada de la casa-sufrimiento.
Borges dice en Historia del guerrero y la cautiva: “imaginemos [...] a Droctulft, que sin duda fue único e insondable (todos los individuos lo son), sino al tipo genérico que de él y de otros muchos como él ha hecho la tradición, que es obra del olvido y de la memoria”. Este pasaje nos da las pistas para comprender qué relaciones existen entre las series. En primer lugar, la serialización de la realidad nos permite cierta forma de analogía, cierta forma de generalización, sin llegar a, como decía Occam, multiplicar innecesariamente a la realidad. Multiplicar a la realidad sería extraer de las series un universal, una forma, presente, supuestamente, en ambas series (por ejemplo, el abogado como sujeto constante de ambas series, a una supuesta alma reencarnada en el cuento de Borges sobr eel guerrero y la cautiva, etc.). Si bien el plano individual y concreto es insuperable, así como insondable, la existencia de las series nos permite superar ese plano sin multiplicar innecesariamente. En efecto, no se multiplica a los seres porque se presentan series individuales, por ejemplo, se presenta la serie que define a la cautiva y la serie que define al guerrero. Sin embargo, estas series se superponen, atravesadas por la memoria y el olvido. La memoria es aquello que reúne a las series, que permite su reproducción, su eterno retorno. Algo retorna siempre, de alguna manera. Pero algo retorna siempre de alguna otra manera, de allí el olvido. Repetición y diferencia: esta tensión entre memoria y olvido nos revela las relaciones racionales entre las series sin extraer nada de ellas, sin hacer abstracción (como en Aristóteles o Santo Tomás), sin sacar ningún elemento de las series mismas.
Pero, ¿qué es lo que permite que las series, una y otra vez, vuelvan? O, lo que es lo mismo, ¿qué es lo que hace que las series se parezcan, resuenen entre sí? Podríamos adelantar una respuesta: su mismo origen. Hasta aquí nos lleva el estructuralismo. Aquello que hace que todas las series resuenen entre sí, aquello que reúne a todas las series sin ser una serie, es ese nombre que reúne todos los nombres, ese nombre, por lo tanto innombrable, terrible, el nombre de Dios.
Este es un tema recurrente en Borges, que culmina con el magnífico Aleph. Pero no nos adelantemos, Borges no es Lacan. Si las series se parecen es porque todas tienen un mismo origen. Lévi-Strauss lo puso en la estructura de la mente, en el Inconsciente Universal o Pensamiento Salvaje (la serie de los indígenas de Norteamérica análoga a la serie de los indígenas de Australia, etc.). Lacan supo ver este nominalismo al que estamos condenados (gracias a Dios) y postuló la primacía del lenguaje sobre cualquier otra realidad para comprender al ser humano, y, puntualmente, la primacía del significante (del nombre del padre) para pensar al neurótico (o “normal”). Siguiendo a Saussure, Lacan dice que el significante no es nada en sí mismo, sino la pura diferencia. Dice Lacan: “En su esencia, el significante es siempre pura diferencia, puesto que es lo que no son los otros” (Cf. Dor, 183). El significante, sin ser algo determinado, es aquello que separa a las series (separa la serie materna de la serie paterna en la identificación, por ejemplo). Así, las series siempre tienen un origen, aunque éste no sea algo determinado al modo de una idea platónica. En efecto, Platón fue el primero en reconocer la existencia de las series (aunque lo hizo de a la manera griega, siguiendo a la phýsis, a la Naturaleza y no al lenguaje): una Idea, y las series de copias, de copias, hasta llegar a esa última serie, la del Sofista, en donde la serie ya no resuena con el resto de las series y mucho menos con la Idea: el no-ser existente, el sofista, el simulacro.

Retomando a Borges, podríamos decir que el laberinto siempre tiene un centro. Pero, un problema se presenta para seguir sosteniendo esta resonancia entre las series. Un problema ya expuesto por el mismo Freud y por la propia idea borgeana del laberinto desértico. Dice Freud: “Al juzgar nuestra especulación acerca de las pulsiones de vida y de muerte, nos inquietará poco que aparezcan en ella procesos tan extraños e inimaginables como que una pulsión sea esforzada a salir fuera por otra, o que se vuelva del yo al objeto, y cosas parecidas. Esto sólo se debe a que nos vemos precisados a trabajar con los términos científicos, esto es, con el lenguaje figurado {de imágenes} propio de la psicología (más correctamente: de la psicología de las profundidades). De otro modo no podríamos ni describir los fenómenos correspondientes; más aún: ni siquiera los habríamos percibido. Es probable que los defectos de nuestra descripción desaparecieran si en lugar de los términos psicológicos pudiéramos usar ya los fisiológicos o químicos. Pero en verdad también estos pertenecen a un lenguaje figurado, aunque nos es familiar desde hace más tiempo y es, quizá, más simple”.
¿Qué pasa cuando dependemos tan profundamente de las palabras, del discurso? ¿Qué pasa cuando llevamos al extremo el nominalismo y el mundo empírico estalla en mil pedazos? Si las palabras son las que nos permiten visualizar o percibir a la realidad, ¿a cuánto estamos de construirla completamente? El problema está en que si todo es una cuestión de palabras, la producción de sentido será infinita, como en la teoría del interpretante en Pierce en donde a cada signo le corresponde una serie infinita de signos que se van superponiendo sin alcanzar nunca un signo primero y último), y entonces todo orden desaparecería, desaparecerían incluso las paredes del laberinto dejándonos en la intemperie del desierto.
Definitivamente el final sería ese, y, por lo tanto, Lacan no es Borges, ni siquiera Lévi-Strauss. La infinitud del Aleph rompe con toda teoría posible por inclusión infinita. El problema está en que la ciencia, en tanto tal, tiene como misión extraer constantes, realizar cortes, en lo real-infinito, de allí la necesidad de usar al menos algunas palabras. Pero sabemos que las cosas no terminan allí (no siempre los científicos reconocen esta ausencia de límites o términos). Las series aparecen como bifurcaciones constantes e incesantes, siempre saliendo de alguna serie anterior, nunca originaria, siempre derivada. He aquí la diferencia con el estructuralismo: mientras que las series se originan siempre a partir de algo originario, aunque vacío en Lacan o Lévi-Strauss, el infinito o los senderos que se bifurcan se parece más a ese flujo esquizofrénico de que nos hablan Deleuze y Guattari.
Sin embargo, no debemos entender esto como un caos. Para Deleuze y Guattari, la esquizofrenia, o el proceso esquizofrénico (distinto de la esquizofrenia como enfermedad y/o derrumbe), no es algo caótico sino más bien algo que es inclusivo. El infinito no lo es por su desorden o por su caos, sino por su inclusión infinita (como el Aleph). Y de eso se trata en las series o relaciones maquínicas en estos autores, de una infinita posibilidad de relacionarse sin construir catedrales de orden, hegemonías, límites a la serialización. En Lacan parece haber un significante que realiza un corte en la serie, distribuyendo a los elementos y a la propia falta (como diferencia) en todo el conjunto. El significante realiza un corte, de allí en más el neurótico. Pero si el Nombre de Dios incluye a todos los nombres, si el Aleph es “el punto donde convergen todos los puntos”, es porque reúnen y no cortan. Existe una diferencia fundamental entre el Nombre de Dios, el Aleph, esa primera letra que alude a la ilimitada realidad, y la falta que se distribuye en toda la serie. Al igual que el Om hindú (que también es una palabra-sonido compuesta por cuatro elementos, A-U-M-silencio, reuniendo así a todo el universo), el Aleph se encuentra cerca del Dios de Spinoza en donde toda la trascendencia ha quedado desterrada. A ese Dios spinozista no le falta nada: detrás de todas las series no hay nada, ni siquiera un agujero, una ausencia. Así como detrás de todas las máscaras no falta nada, sino que Dióniso mismo es la multiplicidad infinita de máscaras posibles.
Todo laberinto tiene su centro, es cierto, pero siempre está el sueño de hacer el laberinto de los laberintos, en donde todos los hombres se pierdan, como Ts’ui Pen, quien no sólo quiso construirlo sino además escribir “una novela más populosa que Humg Lu Meng”. Laberinto de laberintos, biblioteca infinita, novela populosa, las palabras parecen presentarse ellas mismas como un laberinto infinito (y no finito como piensa el estructuralismo), capaces de reunir todas las historias posibles, aún las contradictorias.

Conclusión
El pensar de lo infinito, de ese caos inclusivo, nos lleva a pensar la diferencia no sólo como falta o ausencia, sino materialmente. Lo absolutamente singular, la diferencia irreductible, producto de la singular relación en la que entran las series consigo mismas y con las otras, relación que no podrá nunca ser repetida en la medida en que eso que pasa, esa resonancia, altera de tal manera a los elementos que hay que decir que se produce una nueva serie, y así constantemente. La realidad es un devenir y esto quiere decir que está en constante cambio. Deleuze da cuenta del viejo problema de la mutabilidad y la multiplicidad y le da una nueva respuesta más allá de Parménides, Heráclito, Platón, etc. Deleuze sigue a Nietzsche y, al cruzarse con él, produce una nueva filosofía.
Estamos, así, ante la diferencia entre el planteo estructuralista y el de Deleuze: la producción (invención, construcción). Pensar al entre como una resonancia no originaria es pensar la producción, la novedad, lo dinámico, más allá de las relaciones estáticas establecidas y ya dadas en el conjunto finito de la estructura. La diferencia como devenir deja de ser algo vinculado con un vacío o una falta o algo abstracto y toma consistencia, porque el resultado de la diferencia es un cuerpo nuevo, una nueva relación, un cuerpo por el cual pasa algo que es, sin embargo, incorporal. La diferencia se da en un entre, pero el entre es ahora un cuerpo: es que no hay más que cuerpos, no existe el vacío, todo es inmanente a Dios, diría Spinoza. En una concepción de este tipo, no hay más que materia (hýle) y cuerpos. La diferencia termina siendo un cuerpo mismo: en la novela de Thomas Hardy Jude, el oscuro, el personaje principal se encuentra siempre entre series (la serie del campesino y la del intelectual, la serie de Sue o la serie de Batsheeba (sus dos mujeres), etc. Jude entre el intelectual y el obrero o campesino es un cuerpo, Jude, ser irrepetible que, en efecto, sólo se comprende por todo lo que él no es (como el significante), pero Jude termina siendo algo en sí mismo, tiene una entidad, una positividad, que el significante no tenía. Seguir pensando exclusivamente en términos de series paralelas y análogas nos impediría reconcoer la diferencia irreductible de esa vida y nos haría reducirla a algunas de las series ya-conocidas. ¿Lo que le ocurre a la cautiva es análogo a lo que le ocurre al guerrero? Si pensamos en términos de series terminamos reduciendo la diferencia a la identidad (aun cuando esta identidad sea algo formal-estructural como en Lévi-Strauss o un significante vacío como en Lacan). El abogado en El dulce porvenir deja de ser quien era para comenzar a ser un nuevo tipo de abogado, un nuevo ser, que no es ni un “simple” abogado ni un padre que perdió a su hija (recordemos a Antígona: entre la serie femenina y la masculina se encuentra ese devenir que pasa por Antígona que nos hace decir que ella no es ni hombre ni mujer sino una diferencia positiva irreductible). ¿En qué sentido esa singularidad que es el abogado, ese resto que es ese sujeto ubicado entre las series heterogéneas (la de los padres que perdieron a sus hijos y la propia que perdió a su hija), no es una identidad, no es una constante concreta sino dos abogados distintos? En que hablamos de algo que ocurre en ese momento concreto, hablamos de algo que pasa, hablamos de ese individuo concreto imposible de ser generalizado. Ni bien este abogado nuevo se enfrente a una nueva serie reinsertado, a su vez, en otra nueva serie, ya dejaremos de hablar de ese abogado que aparecía entre las series A y B. Supongamos lo siguiente:

-serie A: padres-accidente
elementos: a (padres)-b (accidente)
-serie B: abogado-hija drogadicta
elementos: c (abogado)-d (hija drogadicta)

Una vez que se enfrentan las dos series tenemos una combinación de dos series A-B que ponen en juego a los elementos: a-b-c-d. Esta relación da lugar a una diferencia que pasa por alguno de los elementos: el nuevo abogado que no es ni un padre que perdió a sus hijos en un accidente ni un abogado que perdió a su hija por drogadicta, es la resonancia que aparece cuando todo esto se enfrenta. Podríamos decir que es el conjunto de a-b-c-d siendo así un nuevo elemento c’, que aparece como resto o resonancia entre las series. Hasta aquí no hay un nuevo elemento, sino un elemento, c, transformado en c’, pero que todavía sigue dentro de las oposiciones expuestas recién. Todavía no hay un nuevo elemento. Ahora bien, si pensáramos en el futuro de este abogado, en un hipotética segunda parte, sí entonces c’ se pondría en relación con otros nuevos elementos formando una serie que podría ser enfrentada con otras nuevas series.
El devenir deja así siempre un resto, un resto entre las series heterogéneas y paralelas. La singularidad es la diferencia en sí misma pero con consistencia, plena, llena. Pero, ¿qué cosa? ¿Cómo la diferencia en sí misma puede ser algo, no se estaría negando así misma convirtiéndose en una nueva identidad? Lo que ocurre es que la singularidad no remite nunca a nada más allá de sí misma, no puede ser comparada con nada y, como tal, no puede ser enfrentado al modo de los elementos (identidades) de las series.