jueves, 15 de julio de 2010

Viajar: Nosotros y los otros



Nosotros y los otros. Dos formas de viajar: paseando, pasando por un costado, por arriba, observando, con la mirada del antropólogo frente a Otro, a la tribu desconocida; compartiendo, viviendo con los demás las cosas que pasan, que le pasan a uno. Mientras uno pasea y pasa por encima de las cosas, fotografiando, extrayendo las imágenes inofensivas que ya ni huelen ni amenazan, al otro las cosas le pasan anónimamente, como a todo el mundo.


Viajar sobre todo por Bolivia, y la partecita de Perú, permite perderse, mimetizarse, y encontrarse en un lugar antes de llegar: uno ya estaba allí porque uno es todos, porque yo era en realidad un nosotros que habita antes que la personalidad individual.


Ni siquiera se trata de la diferencia entre “hacer turismo” o “hacer no sé qué cosa cuando uno lleva una fecha de inicio y otra de finalización”. Las vacaciones suelen estar tan alienadas como el trabajo, y la imagen de cortar con el trabajo sólo es una imagen invertida que guarda todos los valores del propio mundo alienado y capitalista. Si se trata de un nosotros, viajar es ampliar los circuitos que conforman nuestra subjetividad: ampliar los recorridos de los colectivos por recorridos más largos, a veces más escarpados o planos, pero nunca es salirse de uno mismo. Ampliar los circuitos, ampliar la serie de personas que conforman el mundo subjetivo de las relaciones. Hacer del continente el barrio, un barrio común, con las mismas caras, con las costumbres, las alegrías y las precariedades que conviven en la cuadra, en la puerta de la propia casa.


La tensión entre le turista y el vecino se sostiene, como todo, en distintos grados, como zonas de intensidad, cargadas de afectos, más o menos propios, más o menos privados, dependiendo del humor burgués de cada momento. Dos fuerzas tiran en direcciones opuestas, como en el cuerpo desmembrado de un líder, construyendo y deconstruyéndonos permanentemente.

En última instancia, más allá de lo que sale en cada uno dependiendo de ese humor o estado de ánimo burgués, la cuestión se reduce al menos en una elección ético-política, en una apuesta que va incluso más allá del impulso espontáneo, como una victoria frente a la reproducción ciega e instintiva de la costumbre.


Apostar por el nosotros en un acto libre, autónomo y creador que apunta a un proyecto, a esa dimensión del porvenir que nos mantiene siempre abiertos e inacabados. Cerrarse por allí y no por el individuo que lleva las exigencias del primer mundo confortable.
La operación del turista es la de quien superpone un ideal perfecto, considerado normal y civilizado, a una realidad que necesariamente termina estando en falta, termina siendo imperfecta. El otro que llega y ajusticia a la realidad, mide a la realidad con la vara de la civilización. El horario que no se cumple, la comida que no termina de estar cocinada, la limpieza que siempre agoniza, etc. La yuxtaposición liberal de yoes nos condena a esa lógica de la falta y la separación entre unos y otros.

Por el contrario, el viajero que amplia sencillamente las fronteras de su barrio, de su identidad, se mueve en un plano de horizontalidad en donde no existe ninguna superposición, ninguna demanda, ninguna exigencia. A las cosas no les falta nada, sino más bien son lo que son, son las partes que componen la identidad siempre fragmentada, desde el inicio, precaria. En el nosotros no hay unos y otros, no hay sabios e ignorantes, civilizados y bárbaros, sino que todos somos esto: la pobreza de unos es la de todos, y todos somos los pobres, los sucios, los ignorantes cuando no hay separación, todos habitamos el mismo territorio común.

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